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Juan Luis Cebrián "Janli". Manual del perfecto "progre"

Los perfiles de Época
Los amigos que le quedan le llaman Janli y sus numerosos aduladores se dirigen a él como señor consejero delegado o excelentísimo académico, porque, vanidad de vanidades, la progresía desprecia la pompa de la corte sólo hasta que empieza a formar parte de ella.

Hace mucho tiempo, eso sí, Janli era solo Janli. Nacido en 1944, Juan Luis Cebrián Echarri, fue el segundo de los seis hijos que tuviera Vicente Cebrián, un periodista entusiasta del Régimen que llegó a dirigir Arriba, el eje fundamental de la prensa del Movimiento. Cursó el bachillerato en el colegio de El Pilar, como todo buen niño de Serrano, y allí hizo sus primeros pinitos, dirigiendo (al igual que Anson) la publicación escolar Soy Pilarista.

Además de pilarista, Cebrián era hijo de quien era, y en cuanto consiguió la licenciatura en Filosofía y se graduó en la Escuela Oficial de Periodismo, su padre le pidió a Emilio Romero, entonces director de Pueblo, que le hiciese un hueco al talentoso muchacho… ¡Y vaya sí se lo hizo! Redactor jefe lo nombró Romero, sin importarle que toda la experiencia del chaval (20 añitos) fuese dirigir la revista del colegio. De esta manera sentó la primera directriz que debe seguir cualquier progre: proveerse de buenos mentores.

De Pueblo saltó a Informaciones como subdirector, y de allí, Pío Cabanillas (su nuevo padrino), le llevó a dirigir los informativos de RTVE, cargo que abandonaría un año después, en 1974, para regresar al periódico. Así se completaron los 10 años que constituyen el segundo mandamiento de la progresía: servir y adular al poder hasta estar en condiciones de conseguirlo. Murió Franco y se revolvieron las aguas.

Para sacar partido había que buscar de nuevo algún poderoso que lo promocionase, y Cebrián encontró a Polanco. Con la ayuda de éste y de Fraga (y después de hacerle la cama al veterano periodista Carlos Mendo) se aupó a la dirección de El País, desde donde comenzó a lanzar monumentales diatribas contra el franquismo, actitud que en el último libro de Enrique de Diego, ZP en el país de las maravillas, inspira esta acertada pregunta: “¿A qué se referirá Cebrián cuando habla de censura, represión y estulticia del Régimen? ¿A su padre o a él?”

La Transición, según Janli, no se completó hasta que el PSOE llegó a la Moncloa. Es decir, que las anteriores elecciones y referéndum no contaban, según Cebrián, con todas las garantías democráticas. O lo que es lo mismo, que sólo hay democracia cuando gobiernan los míos. Esto enseña otra cualidad del perfecto progre: ‘Soy yo quien decido lo que es democrático y lo que no lo es, y cuando algo no me gusta, escribo un editorial, digo que tal o cual cosa es fascista y cavernaria, y espero a que me traigan la cabeza del responsable’.

Un ejemplo sonado, que ocurrió mucho después: cuando el caso GAL empezaba a salpicar excesivamente, Cebrián llamó a Solana, exigiéndole la dimisión de Barrionuevo. “Juan Luis” -le dijo el entonces portavoz del Gobierno- “no se cesa a un ministro sólo porque lo pida un periódico”. “Es que no lo ha pedido un periódico, lo ha pedido El País”, le espetó Janli. Cariñoso con los suyos (mientras lo son y, si no, que se lo pregunten a Martín Prieto), Cebrián es un hueso para sus adversarios; no debió de ser un trago agradable para el ministro.

Gracias a los favores del minipodio felipista, Jesús Polanco, el Ciudadano Kane de Valdemorillo, acumulaba todo un imperio de comunicación; Cebrián crece a la par que su amo: en 1988 cesa como director de El País y es nombrado consejero delegado de Prisa.

Por Kiko Méndez Monasterio..
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