Por la mañana, sorprendimos a Esther durmiendo en la salita. "¿No te quedaste en tu cuarto?" -pregunté. "Estuve viendo la tele hasta muy tarde y me dio pereza levantarme". Más tarde Manoli me dijo la verdad: "Nos escuchó y se sintió incómoda". "Ella a dieta y tu comiéndotelo todo. El mundo está mal repartido" -dije. "¿Te gustaría acostarte con ella?". "Bueno, yo sin tu permiso no hago nada" -respondí con media sonrisa. "¡Te saco los ojos!". Qué carácter más fuerte, pero cada uno tiene sus costumbres, y yo soy bastante respetuoso. No volvimos a hablar del tema, pero si ella supiera...


Manoli es bastante ruidosa, no conoce la vergüenza cuando el fuego corretea incontrolable por sus venas. Gime, chilla, no para de pedirme más y más. Dormir en un dormitorio contiguo a ella es permanecer en vela, sentir la necesidad de salir a recorrer la ciudad, amanecer en una churrería tomando café para combatir el sueño. He de confesarlo, me gusta tener a mi novia entre mis brazos cuando otra mujer nos escucha. Me la imagino tumbada en su cama pendiente de nosotros o con la oreja pegada en la pared, quizá tocándose, seguro que deseando estar conmigo, y yo con las dos a la vez.


Me sucedió no hace tanto, en tierras lejanas. Aquella mañana me levanté después de marcharse mi novia a trabajar. Entré en la cocina para hacer café (digo café, no aguachirle como hacen por esos mundos de Dios). Rita estaba de espaldas, con un camisón blanco, corto, sin nada debajo. No más de metro y medio de alzada, pechos abultados y caderas para componer un poema de amor en los trigales. Me acerqué a mi cuñadita para darle un beso, como cada mañana (también por la noche nos dábamos otro de despedida). La sujeté levemente por la cintura mientras ella giraba la cara hacia mi. El beso cayó en los labios. "Siéntate, estoy haciendo jugo de naranja". ¡Oh, Dios, cómo estaba aquella criatura! Cuarenta y cinco años, la mitad desaprovechados con "Musculitos", devoto del culturismo, las mancuernas, el espejo narcisista. "Cocoliso" daba la impresión de ser un fenómeno, mucho cuerpo y poca cabeza, desproporcionado. Hasta cinco horas diarias gastaba en el gimnasio mientras Rita fantaseaba con otros hombres por internet. Conoció a varios personalmente, mas sin embargo sólo uno descubrió sus verdaderas ansias.


Terminó de servir el zumo en sendos vasos y tomó asiento frente a mí. Cruzó las piernas. Sorbió medio jugo de naranja. Dijo: "Anoche casi no me dejas pegar ojo". Dibujé un mohín fingiendo perplejidad y burla. "Es increible a tus años. No paras quieto ni de madrugada". "¡Oiga, oiga! ¿Cómo que a mis años?". "Seguramente tomarás Viagra". "¿Por qué no lo compruebas tú misma?"... Silencio prebélico... Prosiguió: "¿Sabes? Soy una mujer muy especial". "Cuéntamelo todo" -respondí. Lo hizo sin rodeos. Un italiano de paso por aquellas tierras la vistió con una peluca, gafas de sol y minifalda de colegiala. La condujo a una casa de lenocinio. Subieron la escalera hasta el segundo piso, ella delante y el italiano diez escalones detrás. Los clientes del prostíbulo la devoraban sin pestañear. Entraron en un cuartucho en penumbra. "¿Has visto cómo me miraban esos descarados?". El italiano le dio un bofetón y la empujó sobre la cama. Le arrancó el tanga y la cubrió de besos hambrientos donde las piernas se juntan. Después se sentó encima como si fuera un jinete sobre una yegua y con una mano le sujetó las suyas. Le administró un segundo cachetón. "¡Perra! ¡Golfa! ¡Ninfómana!" -dijo mientras le dejaba sus dientes marcados en el cuello, en las tetas, en los brazos. "¡Hazme tuya! ¡Soy tu puta! ¡Maltratame los pezones!". Perdieron la noción del tiempo entre orgasmos, insultos y guantazos.


"Siempre había deseado ser poseída en un burdel por un hombre fuerte y posesivo, pero también amoroso, consentidor". Me acerqué a ella simulando misterio. En el oído le pregunté: "¿Qué pensabas anoche mientras nos escuchabas a tu hermana y a mí?"... "Ja, ja, ja"... "¿No me lo vas a decir?" -insistí dejando caer mi mano sobre sus rodillas... "Ja, ja, ja"... "¿Te masturbaste?"... "Ja, ja, ja"... Descruzó las piernas y mi mano prosiguió viaje hacia la oscuridad, húmeda, caliente, temblorosa. Dormimos hechos un ovillo hasta más alla del mediodía, ella con la cara roja y yo con marcas de uña en la espalda. Una semana después amanecí con las dos hermanas".


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RAFAEL SÁNCHEZ ARMAS

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