La publicación de mi relato en Facebook titulado "Mi fantasía es hacerlo en la mesa de un tanatorio", basado en la confesión de una prostituta ecuatoriana, ha generado polémica. Mariana Torres ha considerado "muy fría" la mesa y Lupita Meza "interesante" la experiencia, aunque un poco fuerte. Comparto la opinión de ambas; yo nunca podría hacerlo rodeado de vísceras, muestras de humores, encéfalos seccionados. Soy bastante meticuloso y cuando hago una cosa no me gusta distraerme con nada más. Me ocurrió una vez, conocí a una bonita hembra tatuada en el bajo vientre con dos expeditivos revólveres. Como me apasiona escalar el Monte de Venus y descender a la sima donde las mujeres se retuercen entre gritos y espasmos, subir y bajar, bajar y subir, aquella tarde no hice bien mi trabajo pendiente de las armas de fuego. "¡Mira que si escapa una bala!". Francamente, de hacerlo en el cementerio, sería en una lápida cubierta con una mullida colchoneta, y desde luego con el sol en el cénit para no pasar frío. Donde sí lo he hecho es en un confesionario. Sucedió hace bastantes años. En uno de mis cortos viajes a Las Palmas de Gran Canaria visité a uno de mis tíos maternos. Varias hijas, con la mayor hice manitas siendo ambos mozalbetes, y con la siguiente, Pepita, no la había vuelto a ver desde mi partida de la isla. ¡Qué sorpresa más agradable! De niña a mujer. Una rubita de diecisiete añitos. Pechos como melones de Lanzarote y culito de lo más revoltoso. Mirada traviesa, planes incendiarios. "Tú siempre me has gustado". "Pero eras una niña de once años. ¿Cómo podías fijarte en mí?". "Toda la vida he sido muy precoz". Uno de los días fuimos a la playa de Las Alcaravaneras con el resto de sus hermanos, más pequeños. En el agua jugamos con fuego. Margullé debajo de sus piernas y la besé donde ella necesitaba mucho cariño. Luego nos abrazamos. Entre besos me hice camino hasta su cuevita sumergida. Le di a probar por primera vez aquel puñadito de carne enhiesta y se lo tragó entero. Antes de marcharme de nuevo de la isla, me dijo que me la llevara a Barcelona. "Sabes que vivo con una mujer". "Habla con tu madre y con tu hermana y me quedo en su casa; buscaré trabajo. No quiero seguir en Las Palmas. Esta ciudad se ha quedado pequeña para mí". Ni mi madre ni mi hermana pusieron traba alguna, y además tampoco sospechaban nada. Pero "Besitos", mi mujer de entonces, no se tragó el cuento. Nada más hablar con ella, me preguntó: "¿Has tenido algo que ver con tu prima?". "¡Qué dices! Pero si le llevo trece años". "Déjate de cuentos, a mí me llevas diez". Salíamos a escondidas. Como en esa época la mayoría de edad de las mujeres era a los veintiún años, no podíamos hospedarnos en ninguna pensión. Follábamos donde podíamos. Un día, paseando por las Ramblas de las Flores, se me ocurrió visitar la iglesia de Santa Anna, a pocos metros. Un antiguo monasterio vinculado a la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén desde el siglo XII. A un lado del presbiterio, un confesionario en penumbra. Mi prima se resistió: "No vamos a hacerlo en una iglesia". "No seas boba, estamos solos". "Es un sacrilegio"... Sin embargo el Diablo estaba acechando, le susurró algo al oído. La agarré por la cintura, suavemente, y la conduje hasta el confesionario. "¿Y si aparece el cura?". "A esta hora no viene nadie a confesarse". Entré yo primero, tomé asiento. La agarré por las caderas y la puse encima de mi regazo. Nos besamos como posesos. Metí una mano debajo de la falda y busqué entre sus bragas. Un hilo de flujo empezaba a cubrirle las piernas. Hundi la mano en aquella humedad, me bajé la cremallera del pantalón. Y el Diablo hizo el resto. Que Dios me perdone pero me supo a gloria bendita.


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RAFAEL SÁNCHEZ ARMAS

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